por Terig Tucci con anotaciones de Camilo Gatica y José Manuel Araque
Al día siguiente nos reunimos en el hotel con el objeto de cambiar impresiones sobre el programa de la noche anterior.
Escuchamos repetidamente el programa, grabado en un disco de referencia por la radiodifusora, y comenzamos a encontrar algunas faltas que debían corregirse; y muchos deslices que podíamos enmendar en beneficio del programa. Cuanto más se quería remediar, más defectos parecían surgir, hasta ponernos a todos nerviosos e irritables. Afortunadamente, alguien sugirió que fuéramos a almorzar, y sin pensarlo dos veces, salimos en caravana hacia nuestro oasis preferido, el restaurante Santa Lucía.
Después de ingerir cuota de sólidos y líquidos y ya de vuelta en el hotel, retornó la ecuanimidad, y comenzamos a examinar más objetivamente nuestros problemas… Comprendimos entonces que no eran insolubles como nos habían parecido antes de nuestra expedición al Santa Lucía. Ahora, era franca reunión de camaradería, nos repartíamos encomios y censuras, sin rencores que enturbiaran la cordialidad de los participantes, sino con el afán de superación que conduce a esa ansiada perfección.
¡Perfección! En pos de esta quimera va el andariego cultor de las artes, hacia una meta inaccesible; eternamente descontento, divinamente descontento, hurgando en los más recónditos rincones de su ser y del mundo que le rodeo, para desentrañar verdades y bellezas que permanecen invioladas en el misterio de la vida.
Nos ponemos de acuerdo con la selección de las piezas que constituirían nuestro segundo programa. Nos despedimos. Alberto Castellano me acompaña hasta la estación del subterráneo. Y mientras caminamos, me dice:
-Carlos quedó muy bien impresionado por su labor. Quisiera, sin embargo, si me lo permite, hacerle algunas advertencias para su propio bien. Como usted sabe, yo conozco a Gardel desde hace muchos años, y en infinidad de ocasiones hemos colaborado en programas radiales y grabaciones de discos. A juicio de Gardel, el mejor acompañamiento para su canto es el de guitarras. Sus preferencias armónicas –como usted habrá podido observar– son los exiguos acordes mayores y que sus guitarristas llaman primera, segunda y tercera. Correspondientes a los acordes de tónica, dominante y subdominante, respectivamente.
Dentro de esta magra limitación de recursos sonoros se encuadran las necesidades armónicas de Gardel. El no está acostumbrado a la orquesta, particularmente al uso que se hace de ella en los Estados Unidos; y mucho menos, a ciertas sutilezas armónicas que él no siente. La armonía moderna está proscripta para él. El impresionismo francés, ese fugitivo arte pictórico que se plegó a la música ensanchó su radio de acción hacia regiones estelares, no existe para Gardel. El suyo es, en cambio, el romanticismo del siglo XIX. La melodía reina suprema y cualquier procedimiento armónico que pudiera alterar este axioma, tropieza con la más completa e inmediata hostilidad del artista.
Francamente –me confiesa Castellano– nunca hubiera creído que Gardel aceptara el tratamiento instrumental que usted escribió para la canción “Cobardía”.
En honor a la verdad debo decir aquí, que cuando ensayábamos la canción en el estudio, pude observar áspero gesto de sorpresa de Gardel, y que fue debido a la intervención de Castellano, quien había encontrado interesante la orquestación, que Gardel la toleró; luego, al comprenderla mejor, la aceptó por completo.
Agradecí a Castellano sus buenos consejos. Me despedí de él.
Notas